Comentario
Antes de la llegada del florentino Juan de Moreto, que dejaría muestra de su excelente hacer como mazonero en la capilla de San Miguel de la catedral jacetana (1525), asistimos a una temprana aparición de las formas clasicistas en Aragón de la mano deGil Morlanes el Viejo y Damián Forment, escultores de profunda formación gótica. Obra excepcional, por lo madrugadora y por la calidad en traza y labra, es la portada de la iglesia conventual de Santa Engracia de Zaragoza, iniciada por el primero de los Morlanes y continuada desde 1515 por su hijo, que sorprende como solución renacentista en fundación real frente a la apariencia hispanoflamenca de las promovidas en Castilla, a la par que difiere sensiblemente en lo ornamental y en lo plástico de las primeras propuestas alcarreñas, toledanas y burgalesas. El esquema retablístico de la portada de Santa Engracia viene a ser reinterpretado algunos años después por el escultor Esteban de Obray y el seguntino Juan de Talavera en la también notable portada de la colegiata de Santa María de Calatayud (h. 1525), con mayor complejidad decorativa y capricho, usando de soportes abalaustrados varios, polseras con grutescos o festones. A esta profusión ornamental responde el trascoro de la Seo, obra del más característico de los mazoneros aragoneses, Juan Sanz de Tudelilla, que oculta mediante balaustres, exuberantes revestimientos agrutescados, remates ediculares y figuras emergentes el equilibrio esencial de su articulación binaria.
El peso de la tradición constructiva enraizada en lo mudéjar define algunas de las muchas peculiaridades de la arquitectura aragonesa del Renacimiento. El uso del ladrillo es determinante de una frecuente severidad en las fachadas, que contrasta con las aplicaciones ornamentales y figurativas de yeso endurecido, en las que, entre citas clásicas y manieristas, persiste un espíritu fronterizo con lo plateresco, primando aún la idea de magnificencia sobre la de armonía y proporción.
El fuerte arraigo de lo gótico supuso en Cataluña un freno considerable a la penetración de las formas renacentistas en arquitectura, a diferencia de la escultura italiana o la pintura. Apenas cabe citar aisladas aplicaciones ornamentales de filiación lombarda, más usuales en la arquitectura civil (torre Pallaresa, casa de L. Centelles). Y hay que destacar como excepcional la desaparecida casa Gralla de Barcelona, aún dentro de su tradicional esquema torreado, de su imperfecta simetría y de la defición gótica de su patio, pero la labor ornamental de sus ventanas pudiera deberse a cierto Pedro Fernández, castellano. Algo distinto sucede en Valencia, donde tras tempranas aplicaciones ornamentales (palacio de Oliva) se afirma una presencia directa de lo italiano (capilla de Todos los Santos, en Porta Coeli; palacio Vich) o se dan pautas precisas para trabajar a la romana (Casa de la Ciudad). Infrecuente resulta sin embargo lo plateresco, del que apenas hay muestra en el Hospital de Játiva y en la iglesia de San Martín, y que surge con más fuerza en conexión con lo castellano y lo murciano en obras de modesta identidad, tierra adentro (iglesias de Biar, Andilla, Villena). Mientras que en Baleares, donde hay que anotar la temprana labor clasicista del aragonés Juan de Salas (Portada del coro, catedral de Mallorca), poco hay más allá de la decoración emblemática de unas mansiones nobiliarias que mantienen su esencia gótica (casas Vivot, Juny, Palmer) y que se aproximan a lo catalán (casa Dezcallar).